Salvador, el solitario

En el prólogo del nuevo libro de Salvador Izquierdo se ensaya a renombrar su título de la misma forma en que yo intentaré nombrar este texto de comentario. Así, creo que podría llamarse, Nunca el mismo, porque cada vez que el lector se acerca a los trabajos de Izquierdo corrobora que se ha reinventado. También podría titularse: Jorge, el solitario (de la literatura ecuatoriana, por supuesto) porque no encuentro otros autores nacionales a los que pueda convocar o relacionar mientras hago esta lectura de sus cuentos. Pero un tercer nombre sería Random, esa palabra que quiere decir aleatorio, una serie de combinaciones que no tienen orden aparente o sentido específico. Esto me remite a la lectura de Te perdono régimen, en un primer acercamiento. Después de todo, el no orden o sentido aparente es un orden; en este caso, poderoso y propio.

Estamos frente a un libro de cuentos que no se parece a ningún otro, ni si quiera a los trabajos previos que he leído de Salvador Izquierdo: Una comunidad abstracta o Te faruru. Aunque sé que tampoco se trata de una obra previa porque los relatos de Te perdono régimen vienen reescribiéndose, hace años. Es más, fueron publicados como Autogol gracias a los tristemente célebres fondos concursables del Ministerio de Cultura, que suelen tener el destino, digamos, random de las ediciones públicas, que terminan en bodegas húmedas. Al igual que en una playlist, en la que nadie sabe cómo se escoge la siguiente canción, acá, nadie sabe quién dio la orden para que cientos de libros estén en esas bodegas.

En otras ocasiones, cuando los libros corren con mejor suerte, los espera otra caja de cartón, esta vez debajo de la cama del escritor que no sabe qué hacer con tantos libros propios o en una estantería lateral detrás de otros libros, de alguna popular librería de Quito o Guayaquil. Es decir, de cualquier forma, invisibilizado. En este punto debo decir que sí, que la situación del libro ecuatoriano ha cambiado, como una metonimia invertida: en parte, pero no del todo.

No quiero adentrarme en el tema de qué pasa si el libro, o los libros llaman la atención de la prensa (me pregunto si aquí también podré usar la palabra random, digo, porque también podría yo quedar borrada, ser un borramiento random si el término le molesta a alguno de mis amigos colegas de prensa). Bueno, si esto llegara a pasar, si un periodista cultural se interesara sin sugerencias o presiones en un libro como este, mi paranoia acrecentada por —como diríamos a la manera modernista— lúgubres sucesos recientes, se activaría, y entonces tendría miedo, mucho miedo de la reseña, que pudiera alejar, más todavía, a los lectores de los libros. Podrían decir cosas como: «Este no es un libro para toda la gente». Primer hachazo, o: «El libro tiene un grado de dificultad tal que hay que volver sobre ciertas líneas», segundo hachazo. En este caso pienso, ¿por qué no, simplemente (tal vez no sea tan simple) una agradable forma de acercar lectores y libros? Esto no quiere decir que esta sea la única forma de hacerlo, seguro hay muchas. La pregunta es, ¿en qué espacios? y la pregunta tiene que ver con el sentido de pertinencia de las palabras, de las presentaciones, del sentido con el que hacemos ciertas cosas. Esta es una reseña que reflexiona sobre un libro de cuentos contundente, que me lleva a pensar en todas estas pequeñas cosas que he dicho antes, y que tienen relación con la recepción de la lectura, las prácticas librescas, los territorios sinuosos de la cultura.

Te perdono régimen es un libro de cuentos sostenido, es decir, son diez historias apabullantes: disquisiciones sobre la cotidianidad contemporánea, finales inesperados, a veces sin esperanza, donde lo único que queda en la boca es el sabor de la cebolla del hot dog, de un protagonista, que mira un busto de Lincoln en una noche quiteña. Hay una preocupación evidente sobre la forma de la literatura, por el vehículo que nos trae la historia, y por tanto, una experimentalidad que por si acaso nada tiene que ver con la vanguardia (eso sería lamentable, de verdad) sino con el ejercicio indagatorio de un escritor en donde varios de sus personajes, seres reflexivos, van mostrando un pensamiento divergente sobre aspectos que podrían considerarse poco trascendentales, y de ahí, que esos detalles sean una especie de lapsus línguae que pueden ocurrir en la sesión psicoanalítica, pero también, así, de manera random, en cualquier espacio y momento. Las personalidades protagónicas de estos personajes son tan disímiles y extrañas como los narradores que utiliza Izquierdo. Debo señalar que disímil en este comentario es un valor, y bueno, extraño, para mí, siempre es una valiosa palabra.

En el cuento ‘Rainer Werner Fassbinder’, por ejemplo, la forma es una especie de declaración jurídica, una resolución que enuncia las bondades de la empresa Criterion para luego resolver una serie de medidas que rescatarían productos de Fassbinder que llegarán a estar en las manos de este narrador y que serán utilizados por él, dice el propio personaje, como un as bajo la manga, «porque se puede ser una de esas personas que sabe lo que quiere, sabe de lo que habla y sabe que el resto lo sabe, por siempre, amen». Detrás de todos estos datos sobre cine y directores, sobre obras sin parangón se labra el discurso de una pérdida: la del afecto, por ejemplo. El narrador nos deja estos datos a propósito de la vastedad de la información.

Que, no se puede asimilar dicha información porque el tiempo nos come vivos, deglución que se siente de manera exaltada en las primeras horas de la mañana, cuando uno despierta de sueños que fácilmente podrían pertenecer a una colección visual tan extensa, aunque no tan bien curada como la de Criterion, sueños que nos dejan insensibles al desvanecerse por completo pocos segundos después de despertar, y que nos devuelven a la rutina, a los espacios familiares que seguimos ocupando a pesar de que no nos gustan del todo, de que podrían mejorar, de que podríamos irnos de ahí si quisiéramos, si realmente quisiéramos, a un lugar donde el dinero alcance y donde haya un flujo constante de amor, un lugar en donde podamos ser felices, ‘como en el cine’.

Usar la palabra contundente es complicado porque casi nada lo es o —debería decir— muy pocas cosas lo son. Te perdono régimen, en su primera parte entrega ‘Horacio Castellanos Moya’, ‘Tomás Gutiérrez Alea’, ‘Rainer Werner Fassbinder’, ‘Nat King Cole’. ¿Serán los títulos de estos cuentos homenajes personales de Salvador Izquierdo? No lo sé. Así como dije que el libro es contundente, lo mejor del libro son las preguntas que se hacen algunos de los personajes, y sobre todo, las que nos haremos como lectores.

Cuando dije que estos cuentos no se parecen a nada mentí. Sí se parecen, tal vez no a los de la tradición literaria ecuatoriana, tal vez su asidero esté en la fortísima tradición literaria norteamericana en figuras como Patricia Highsmith o Katherine Anne Porter (ahora reparo en que las dos son tejanas y que la primera en realidad se llamaba Mary Patricia Plangman) o Joyce Carol Oates, eterna candidata al Nobel o mejor, a los canadienses que, esos sí, son bien raros: Alice Munro y Margaret Atwood.

Después de todo, este Salvador Izquierdo es un solitario de las letras ecuatorianas, nada de realismo social, nada de realismo sucio, bastante de arte contemporáneo y cine, por ahí creo que hay apologías a Chris Marker, Agnès Varda (a propósito de esto debo contar cómo llegué a la casa de Agnès Vardá en Montparnasse y me senté en su cama acolitándole una fantasía a mi amiga Andrea Crespo). Me seduce creer que puedo seguirle la pista a Izquierdo, y por eso creo que los cuentos de la segunda parte de Te perdono régimen (‘Harold’, ‘La mala racha’, ‘El condado y yo’, ‘Empleadas’ o ‘El monumento a Lincoln’) tienen relación con el entorno de su vida en Quito, en Ecuador. Estas observaciones de la cotidianidad de una clase media alta, o alta típica, llevan a unos paralelismos distantes como Washington y Quito a través de dos esculturas, una monumental, la de Lincoln en Washington, y el busto del mismo personaje en Quito. Este personaje anclado a su silla de ruedas que por cierto, remite a otro personaje que termina del mismo modo, nos habla de una vida así, sin piernas, unos deseos que podrían ser los de cualquiera en esa situación. Nos deja una intensa sensación de que la imposibilidad es parte de la cotidianidad. Hay un desasosiego, una desazón en todos estos cuentos que nos remiten a nuestras pequeñas, heroicas y tontas batallas.

Al final se me repite esta imagen del llanero solitario cabalgando por una planicie desértica sobre Silver y una cortina de polvo elevándose al vacío. La tarde está cayendo y se ha formado un túnel de luz que golpea las estrellas de las botas del jinete, pero hay otro destello que me obliga a cerrar los ojos. Hacia las montañas, las puntas de las flechas listas para ser lanzadas. Pero la velocidad del llanero solitario es tal que ninguna logra alcanzarlo.